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Opinión: De qué hablo cuando hablo de la COP

Monserrat Madariaga Gómez de Cuenca

Organizar una COP no es tarea menor. Normalmente los países tienen cuatro años para prepararse. Pero coincidencias políticas hicieron que el año pasado Brasil renunciara a organizar la COP 25 y sólo ahí entró Chile a tomar el rol. La presidencia de la COP tiene gran incidencia en los resultados de la misma. En la pasada COP 24 se avanzó en la implementación del denominado libro de reglas del Acuerdo de Paris. Sin embargo, y en gran parte debido al estilo de presidencia ejercido por Polonia no fue posible llegar a acuerdo respecto a su artículo 6, uno de los más polémicos porque regula los mecanismos de cooperación entre los países para lograr sus compromisos individuales. Dichos instrumentos en el pasado han sido utilizados de manera fraudulenta (Lee, 2014) y es por ello que los países que demandan compromisos más intensos se oponen a aquellos que se benefician económicamente de una regulación más laxa. ¿Podrá el Gobierno responder a este rol con la necesaria humildad para reconocer la seriedad de la tarea encomendada? Los escépticos anticipan que la COP será una especie de crónica de una muerte anunciada. Y eso pareciera realmente. Hay algo de morbo que seduce a querer ver cómo se quema la casa. La sociedad civil está cansada de ver cómo se capitaliza (políticamente) incluso con aquello que la misma clase política ha permitido destruir: nuestra tierra. Pero si se supera este escepticismo inicial, se detectan oportunidades. En efecto, quienes tienen una motivación genuina en colaborar desde cualquiera sea el rol que en este huracán llamado COP les ha correspondido, corrijan esa ruta y destinen sus energías a que la COP y el cambio climático se gestione con una apropiada diligencia y el respeto que tal desafío merece. Estas voces pueden inspirar al gobierno a buscar un verdadero espíritu colaborativo, designando a personas idóneas, pero más importante aún, escuchando, alimentándose de todos quienes tienen valiosa experiencia construida en gobiernos anteriores, construida en la sociedad civil, en las universidades, en las negociaciones, etc. No es necesario pretender ser experto, pero sí es necesario querer serlo para lograr construir una atmósfera de negociación y colaboración que permita entregar desde Chile en la COP 25 un acuerdo ambientalmente íntegro para que sea finalmente, útil. Ese será el verdadero éxito.

Reditar con la organización de un evento que en realidad se nos fue adjudicado de manera tan azarosa como la privilegiada vista que tendremos en eclipse solar de este 2 de julio sería una verdadera pequeñez.

La COP, como ocurre con todos los eventos inesperados, permite que otros objetivos y oportunidades de crecimiento florezcan. En efecto, la COP es una plataforma ideal para todos quienes desarrollan proyectos de una industria sustentable. Es la gran plataforma académica para compartir ideas, soluciones, denunciar insuficiencias y proponer soluciones. Y por cierto, es el gran espacio de la sociedad civil. En la COP las ONG se empoderan, exigen respuestas, se hacen presente como un actor esencial. Aparecen las ideas y aparece también la rabia, el descontento y la frustración por tantas políticas ambientales insuficientes que nos han explotado en la cara en el último tiempo. Aparece la denuncia porque sí, es indignante la inconsistencia entre un discurso que nos pretende presentar como líderes en temas de cambio climático y los efectos visibles y dramáticos de políticas ambientales nefastas, un descarnado extractivismo, y la insuficiencia de la regulación para proteger el medioambiente. Aparece la necesidad de que se salde una histórica deuda legislativa, y por ello el gobierno está impulsando un anteproyecto de ley de cambio climático que pretende tener aprobado para el evento. No se emocione. Si el texto del proyecto de ley, que se dará a conocer en los próximos días sigue la línea de las ideas presentadas como anteproyecto a principio de este año, entonces será una ley más bien decorativa, de formalizar funciones y asignar procesos, pero carecerá de aquello que se proclama a viva voz: ambición climática.  La organización de la COP expone las debilidades de las políticas públicas nacionales y sus incoherencias con el discurso internacional. Y es labor del anfitrión gestionar todos estos intereses y permitir el espacio para la formulación de todos estos discursos y todos estos diálogos. La magnitud de la tarea por ende, va bastante más lejos que la capacidad de proveer un buen espacio y un catering aceptable.

Y por cierto… qué era la COP?

Para saber qué es esta resonante COP debemos primero saber qué es realmente esto del cambio climático. Si usted no lo sabe, no se preocupe ni se culpe. Fue anecdótico cuando el entonces candidato Ossandon no supo lo que era el acuerdo de Paris en aquel episodio de Tolerancia Cero, pero realmente dicho capítulo comentado y juzgado desde nuestra intolerante hipermoral no es más que un síntoma de  nuestra escasa conciencia social del cambio climático. Nos falta ponerlo de relieve en la educación, en los medios, en las políticas públicas, en el discurso en general. El problema es que en las palabras está ausente pero en nuestras realidades nos golpea y se hace presente en forma de trombas marinas y huracanes.

Sin parecer alarmistas, el cambio climático es el desafío más grande de nuestros tiempos (Maslin, 2014). Para muchos, es el único motivo por el cual los países siguen conversando y la ONU sigue existiendo, a pesar de las profundas frustraciones y descontentos que el multilateralismo acarrea. Esto se explica únicamente porque no existe otra opción distinta a la cooperación internacional. El cambio climático es un problema cuyas causas y efectos son globales. En términos muy simples, se produce porque hay un exceso de concentración de gases en la atmósfera. Y si la tierra es una (y para todos), dicha unicidad se manifiesta con toda intensidad en la atmósfera. Lo que le llega a la atmósfera desde fuentes ubicadas en Rusia, China, Estados Unidos la recarga para toda la orbe y con el mismo impacto, como si la fuente viniera del mismo lugar en el que estamos. Esto quiere decir, que la atmósfera está igualmente recargada si nos cubre desde Ventanas, Puchuncaví, como si nos paramos en las islas más vírgenes del océano.

¿Qué es esto de la atmósfera recargada? Les pido disculpas a tantos grandes científicos mucho más capacitados que yo para explicar este tecnicismo y a ellos el crédito por permitirme entender y ahora, comunicar en este lenguaje coloquial lo que ocurre. Pues bien, como aprendimos en el colegio, siempre hemos emitido dióxido de carbono y otros gases, mediante actividades que van desde la simple respiración humana o animal hasta otras más complejas como el tráfico aéreo en aviones alimentados con derivados del petróleo. Como la emisión de gases es natural, nuestro planeta cuenta con mecanismos para absorberlos y mantener su concentración a un nivel en que se permite una temperatura y condiciones de vida como las que conocemos (¿recuerdan sus clases en el colegio sobre fotosíntesis?). Hasta ahí, el balance iba bien. Las plantas y árboles nos ayudaban a compensar todo este dióxido de carbono. Sin embargo, con el tiempo nos transformamos en los peores amigos de este planeta y por cierto, de nosotros mismos. La emisión descontrolada de gases en las pasadas décadas sumado a la depredación de los principales focos de absorción como bosques y el océano han alterado este frágil equilibrio. El cambio climático es entonces un problema de concentración. Nuestra atmósfera está recargada de gases, densa, como aquello que se le denominaba en los ’90 el “efecto invernadero”. Este cambio climático es el que se denomina “causado por el hombre”. No tiene que ver con las eras de la tierra ni la posición respecto al sol. No hay duda de que la actividad humana y específicamente la actividad industrial ha causado el desequilibrio de emisión/absorción al que hacemos referencia. Los otros fenómenos naturales siguen ocurriendo, pero éste es indudablemente humano.

¿Y qué tan grave es que haya uno o dos grados más? La tierra sabe regularse, ¿o no?

El exceso de gases concentrados, como en un invernadero, se manifiesta en un aumento de las temperaturas, y por ello inmediatamente asociamos el cambio climático ese factor. Pero que la temperatura global aumente, tal como cuando tenemos fiebre, no necesariamente implica más calor ni tampoco implica sólo más calor. Puede manifestarse sensación térmica baja -como en los sectores cercanos a los polos, que al derretirse los glaciares se acercan a sus territorios y causan precisamente una disminución en la temperatura-. Y al igual que un cuerpo afiebrado, los síntomas de esta enfermedad son orgánicos. Falla el cuerpo por distintos frentes. Sequías, inundaciones, aumento del nivel del mar, acidificación del océano, salinización de napas subterráneas entre muchos otros son una triste realidad en una guerra contra el cambio climático que se está perdiendo (The Guardian, 2018). La suma de las emisiones de gases de efecto invernadero que ocurren desde suelo chileno son -de acuerdo al Ministerio del Medio Ambiente- de 111. 677,5 kilotoneladas de CO2 (Informe Bienal, 2016). Y el total global se calcula en 37.1 gigatoneladas (Global Carbon Project). Sin embargo, el mismo proyecto que calcula las emisiones globales calcula una muy superior cifra de 85 megatoneladas de CO2. Y si calculamos nuestros patrones de consumo, y todo lo que importamos/exportamos nuestro rendimiento cae aun más. En efecto, el agotamiento de la propia biodiversidad, los patrones de consumo y el alto nivel de importaciones que tenemos, el uso indiscriminado de buses y camiones para transporte de carga y pasajeros en vez de tren, entre muchos otros factores nos sitúan como uno de los países donde per cápita tenemos la huella de carbono más alta. Es de hecho, la más alta de Latinoamérica. Si todo el mundo viviera como nosotros, se necesitarían 4 planetas. Por ende, aun cuando no se emitan los gases en Chile, se emiten para Chile.

No pretendo discutir estas cifras. Pero sí dejar un mensaje y es que justificarnos en tener bajas emisiones no contribuye, porque en realidad necesitamos transitar a una economía y estilo de vida que sea sustentable, que nos permita finalmente también vivir mejor. Les paso un dato que puede ser bastante obvio: el cambio climático exacerba otras vulnerabilidades, como la pobreza, las desigualdades de género, la capacidad de adaptarse. Por ende, desatenderlo y hacer vista gorda sólo deja más desprotegido y expuesto a quienes ya lo están. Sean países o personas, mientras más recursos tengan, más herramientas tendrán para adaptarse a lo que ya está ocurriendo. Es por ello que, por ejemplo, en Israel la tecnología y los recursos los ha llevado a ser tan eficientes con el uso del agua que consideran que Chile tiene abundancia hídrica.

Y así, países que no han alterado sus ecosistemas, que no han contribuido (literalmente) en nada al problema, como las pequeñas islas del pacífico, se están viendo forzados a evacuar debido al alza del nivel del mar. Y por ello personas que viven en armonía con la naturaleza, como los pueblos indígenas, sufren mucho más los impactos del cambio climático que quienes volamos habitualmente, transitamos en auto y compramos cosas que realmente no necesitamos por Amazon o Ali Express. Estos efectos no son una mera realidad lejana que afecta a las partes más secas del continente africano o a las pequeñas islas del pacífico. Sus efectos en Chile son igualmente palpables. Existen 9 criterios de vulnerabilidad al cambio climático y Chile presenta siete de ellos: posee áreas costeras de baja altura; zonas áridas y semiáridas; zonas de bosques; territorio susceptible a desastres naturales; áreas propensas a sequía y desertificación; zonas urbanas con problemas de contaminación atmosférica; y ecosistemas montañosos. Esto se traduce en olas de calor, sequías constantes, acidificación del océano con la respectiva pérdida de recursos y biodiversidad marinos, desaparición de especies, incendios forestales, y el reporte de los primeros migrantes en el norte de chile por efecto del cambio climático son alguno de ellos (IOM, 2017), por nombrar algunos de ellos.

Y por cierto: no son uno o dos grados más. 1,5 grados es lo máximo que la tierra puede sorportar. Dos es lo que la comunidad internacional acordó. 2,8 aproximadamente lo que quizás lograremos. 4 si no reaccionamos.

Y ahora sí… qué era la COP?

Como el problema es global, se necesita la colaboración internacional. Los 37 grados de temperatura en Santiago en verano son consecuencia tan directa de la pérdida de bosques y áreas verdes en la zona central de Chile, como de la generación de energía eléctrica en base a Carbón en Reino Unido durante los años 70, y de la actual emisión de gases en la producción de refrigerantes para equipos de aire acondicionado hechos en China. Por ello, la primera respuesta se encuentra en el multilateralismo. Para afrontar este problema en el año 1992 se celebró la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático. Como convención marco, establece diversos órganos, siendo la estrella de ellos la Conferencia de las partes o COP (al fin sé lo que significa COP!). Cada año, dignatarios de todos los países miembros (197 actualmente) se reúnen a negociar medidas concretas abordar esta crisis. Así, una vez establecido el acuerdo marco comenzó la presión por lograr un acuerdo vinculante con un objetivo concreto de emisiones a reducir. Dicho acuerdo llegaría en la forma del Protocolo de Kioto, suscrito en la COP 6 de 1997, en el cual los países desarrollados -reconociendo su mayor responsabilidad en el problema- definieron compromisos para limitar sus emisiones de forma obligatoria y establecieron mecanismos de mercado para movilizar los proyectos de mitigación donde fueran más eficientes. Según se mire, el protocolo puede ser un éxito o un fracaso. Un éxito porque los países obligados efectivamente desarrollaron políticas y legislaciones acorde a sus obligaciones internacionales (por ejemplo, la Climate Change Act de UK o la Climate Change Directive de la UE). Sin embargo, dentro de los grandes fracasos del protocolo se encuentran dos: la insuficiencia de las emisiones cubiertas y la insuficiencia de los temas abordados (French, 1998). A pesar de haber firmado el Protocolo, el mayor emisor de gases de la época, EEUU se negó a ratificarlo. Otro gigante -Canadá- se retiraría el 2006. China, al no ser considerado como país desarrollado no se vio obligado por el protocolo, a pesar de que sus emisiones ya superan incluso las de EEUU. Asimismo India y Brazil contribuyen mucho al problema sin tener esta obligación de mitigar sus emisiones. El conteo final de eficacia del protocolo indica que sólo un 24% de las emisiones durante su vigencia estuvieron cubiertas por el mismo (Lee, 2014). La segunda insuficiencia grave se refiere a los temas cubiertos. Si bien lo primero que se debe hacer para disminuir la concentración de emisiones en la atmósfera es mitigar (emitir menos y absorber más), el limitado alcance del protocolo de Kioto y la demora en su implementación han hecho urgente reconocer la necesidad de adaptarnos a un cambio que es real y a asumir que como en toda guerra, hay bajas.

Con lo anterior en mente, las COP que se celebran todos los años fueron trabajando sobre la idea de lograr un acuerdo universal que reemplazara al protocolo de Kioto al terminarse su vigencia. La conferencia de Coppenhaghen en 2009 prometía lograr dicho objetivo y fracasó estrepitosamente. El protocolo pasó entonces a un segundo período. Sería recién en la COP 21 de 2015, celebrada en Paris  que se lograría el objetivo de aprobar el denominado Acuerdo de Paris (Wuppertal, 2016). Dicho acuerdo, que entrará en vigencia el 2020, es universal en dos sentidos: nos obliga a todos y en todos los ítems parte del cambio climático. Este acuerdo obliga a que cada país establezca individualmente sus Contribuciones Determinadas Nacionalmente para mitigar y adaptarse al cambio climático. Asimismo, reconoce la existencia de pérdidas y daños producto del cambio climático. Regula un mecanismo de revisión y establece un ciclo de ambición para las contribuciones. Lograr que se aprobara no fue tarea fácil. Las expectativas de países que sufren día a día estragos del cambio climático no fueron satisfechas (¿recuerdan los 1,5 grados?). Y los intereses de los grandes emisores y países industrializados tampoco encontraron suelo fértil. Primó un delicado consenso que permitió que los 196 países de la Convención Marco suscribieran el acuerdo que consta de 27 artículos. A la fecha, el convenio se ha ratificado por 184 de ellos. Desde esa fecha, las COP que se han reunido en Marrakesh (2016), Bonn (2017) y Katovice (2018) han trabajado arduamente en implementar el acuerdo que empezará a regir el año 2020.

Y para hacerse una idea, así fue la COP anterior:

La pasada COP 24 de diciembre de 2018 tenía en la agenda una difícil misión: lograr un acuerdo sobre el libro de reglas de implementación del Acuerdo de Paris, que establecerá en detalle limitaciones y obligaciones para los países. Al comenzar la COP 24 incluso el término “libro de reglas” era un problema. Países como EEUU preferían hablar de “guías”. Así, comenzaron dos semanas en que no sólo equipos técnicos de negociadores se reunieron. Jefes de Estado, personalidades públicas que abocan por la causa, y representantes de la sociedad civil se dieron cita en este evento. Reunió más de 15.000 personas acreditadas (y muchos más no acreditados) desde el mundo de las ONG, la academia, la prensa, y la industria para concentrar esfuerzos en  tomar acciones efectivas para esta crisis. La COP 24 tuvo un difícil final. En vez de terminar el día 14 de diciembre, como estaba previsto, la imposibilidad de llegar a acuerdos en temas clave la extendió por una noche y un día completo más. El plenario final en que la presidencia de 2018 (Polonia) da cuenta del resultado de las negociaciones tuvo que ser reagendado más de 10 veces. Por otro lado, al inicio de la conferencia, Brasil, quien ya se había adjudicado la presidencia (y por ende la organización) de la COP 25 manifestó que ya no podría asumir la tarea. Se propusieron otros países latinoamericanos para privilegiar a la región con este evento, de los cuales Chile y Costa Rica se anunciaban como favoritos. Finalmente se acordó que Chile organizaría la COP y Costa Rica la pre -COP. Los beneficios de ser anfitriones de este evento son incontables. Recuerdo el nerviosismo que trajeron declaraciones infundadas alegando que el gasto era demasiado alto y que era mejor dedicarlo a solucionar problemas de los chilenos.

Se entiende, cuesta preocuparse del planeta cuando debo trasladarme por tres horas para trabajar por un sueldo que no alcanza, y cuando las personas mueren esperando atenciones médicas que no llegan. Es difícil ver cómo se gasta dinero en un evento internacional cuando tenemos un Estado que no es precisamente prestacional. Y por ello, es natural querer que el Estado destine fondos a estos problemas de primera necesidad. Pero… ¿qué pasa cuando invertimos en cambio climático? Se refuerzan los puertos y caletas, se transita hacia la electromovilidad, se evita que más personas sigan teniendo que “empezar de cero” porque ya no hay agua como en Montepatria, se evitan miles de millones de pesos gastados en programas, subsidios y bonos que aparecen como consecuencia de algunos muy mal llamados desastres naturales. (su nombre es cambio climático). Es por ello que no hablo de gasto en cambio climático, sino inversión. Y si es necesario invertir en celebrar la COP en Chile para que todos nos involucremos en el mayor problema de este tiempo, el precio será muy justo.

Personalmente me alegra que la COP sea en Chile. Y no quiero que se queme la casa y que la muerte anunciada se concrete. Quiero que sea un éxito, pero no como acostumbramos a entender los éxitos, sino que de verdad lo sea. Que el espacio temporal permita que todos nos eduquemos. Que los municipios, universidades, escuelas, los parlamentarios, el gobierno, los académicos, científicos y sobre todo la prensa, absolutamente todos aprovechemos que el tema del cambio climático es prioridad nacional probablemente por primera vez. El proyecto de ley de cambio climático en Chile que está en actual formulación debe ser realmente ambicioso. Ambicioso porque debiera plantear un paradigma distinto, en el que el cambio climático no es un tema ambiental. Es un tema de salud, seguridad pública, energía, transportes, agricultura, biodiversidad, minería y tantos otros. ¿Será momento de pensar en volver a concentrar el excesivo sectorialismo? ¿En volver a tener menos ministerios? ¿Qué sentido tiene que medioambiente sea responsable si en realidad las actividades que más tienen que ver con cambio climático están en otros ministerios? La COP permite  el espacio y protagonismo necesario para estimular una profunda discusión. Y si no lo permite, debemos crearlo. Las múltiples ONG ambientales pero también la sociedad civil “menos verde” se reúne a pensar, idear y trabajar incansablemente en distintas aristas del cambio climático. En efecto, el lanzamiento del Foro paralelo para la Sociedad Civil COP 25  representa ese espacio donde los sindicatos, universidades, federaciones de estudiantes, iglesias, organizaciones de derechos humanos, salud, y por cierto las ambientales se reconocen como asamblea relevante para estos temas. Transparento que el mismo azar que nos hizo sede de la COP 25 me llevó a dar una charla en Recoleta sobre estos temas y luego a tener el privilegio de integrar la mesa ejecutiva del foro como directora jurídica. El ímpetu constructivo está presente, y basta mirar cómo el debate académico nacional está desbordado en interés y energía hacia estos temas.

Y para quienes buscan que los incentivos económicos sean más directos e inmediatos, no se preocupen: los beneficios económicos que reporta para el país convocar a más de 30.000 personas y facilitar los espacios para la realización de los denominados “side events” son incontables (Hjerpe, 2011).